Ante los dramáticos incendios del verano de 2012

MEA CULPA
MEA CULPA

MEA CULPA

Mea culpa, mea culpa y mi grandísima culpa. Si, si, y la de muchos, Qué he hecho yo por el monte?. Pues nada, ni yo ni casi nadie. Unos pocos han hecho mucho y hasta con su vida. Pero eso no es suficiente. ¿Quién gestiona el monte, ahora que en plena crisis nos podía dar tanto?.

Presumía yo en mi juventud de que más de la mitad del territorio español era forestal y, eso unido a mi complicidad innata con el bosque, me puse a estudiar esa ingeniería ¿Cómo no iba a encontrar trabajo? Pero llegué tarde, se puso de moda el medio ambiente, las grandes infraestructuras y todos a lo mismo ¿a donde se fue la sabiduría de los forestales, dónde las competencias de los Distrititos provinciales, de los Patrimonios forestales, del Icona…Dónde están los técnicos forestales, dónde la Administración forestal? Parece que la veo perdida entre alimentos, agua, costas y el consabido “medioambiente”. Casi se la ha tragado la tierra o se ha ahogado en otras llamas.

Arde el bosque, sobre todo, porque no sabemos qué es el bosque. Un poquito de altas temperaturas, viento, mala suerte…y mucha ignorancia. Por eso muchos vemos la tele y decimos: otro incendio! Ay, que susto!.

 “Care silva", queridos bosques, así comienza Häendel un aria de su preciosa ópera Atalanta; también muchos cuentos tradicionales empezaban "Érase una vez un bosque encantado..." y eso nos enganchaba a su lectura, y nos hacía sus cómplices. En la pasada sociedad rural al monte le debían, entre otras muchas cosas, el calor del invierno, el frescor del verano y el placer de los sentidos. Además de alimentos y salud. La gente quería al bosque y el bosque no ardía tanto. 

Ahora cada día hay un incendio, hoy decenas. Hacemos que nos irritamos pero, fuera de la truculencia de la noticia, no nos importa más. Se ha repetido hasta la saciedad los millones de hectáreas incendiadas, las pérdidas económicas, las ecológicas, el número de muertos, y como si nada. Solamente nos quejamos, sin pensar que el 95% de los incendios son, directa o indirectamente, provocados por el hombre. Se han buscado causas, soluciones, culpables, pero nos tranquilizamos haciendo campañas y echándonos la culpa unos "colectivos" a otros, o "buscando" al pirómano, que como ya decía Cunqueiro mucho ruido y al final nunca aparece. Exceptuando unos poquitos fuegos,  creo que al monte le quema la ignorancia. El hombre se ha olvidado de su valor.

¿Y si probásemos otra terapia? Por ejemplo, la del conocimiento y del amor. Porque ¿fomentamos el aprecio del bosque?, ¿enseñamos a nuestros hijos, así en general, a amar el árbol?

El árbol no es querido y en muchos lugares solo se le recuerda por los topónimos. En Castilla, que ya lleva tiempo perdiéndolos, hasta la concentración parcelaria, no siempre beneficiosa, ha acabado con hileras, grupetes e incluso ejemplares aislados que eran un hito en ese hermoso paisaje de escasas y puras líneas. En otros lugares son los encinares que se roturaron para sembrar, los olivos que habrá que levantar porque sobra aceite, y los viñedos sin cuyo cárdeno color nos quedaremos porque sobra vino. 

Y ¿por qué cuento esto? Porque si seguimos desconociendo, despreciando y maltratando nuestros bosques tendremos mucho perdido. Quiero dedicar el espacio que me resta a lo que debemos hacer los que no podemos hacer nada, o sea los que nos duchamos con el grifo cerrado, o nos crispamos por cada olor a chamusquina. Podemos hacer algo, fácil y baratito: podemos contar, sensibilizar a otros, dar a conocer cada uno lo que sepa, porque al fin y al cabo, casi siempre, la estupidez y la barbarie tienen su base en la incultura y en la falta de formación, por no citar el egoísmo; "pensar globalmente, actuar individualmente", es un principio de difícil aplicación. Por eso, y aunque parezca obvio, quiero llamar la atención sobre los valores del monte: valor productor, protector y social. 

Aunque sobre todo el bosque es vida, millones de vidas, armonía y belleza, no estaría mal recordar que son muchas las rentas directas que producen los montes: madera (si son arbolados), leñas, resinas, ganadería, caza, plantas aromáticas, medicinales, culinarias, pero también proporcionan bienes intangibles corno son el confort climático, recreo, bienestar, limpieza de contaminaciones, reserva genética y paisaje, ese incomparable paisaje que se percibe con todos los sentidos. No todas se dan siempre, pero sí una que estimo corno la más importante: la producción de agua, hacia la atmósfera y hacia los acuíferos, papel que hay que reconocer a los propietarios.

Como estamos en España, territorio que hemos ido desertizando, la función protectora del monte supera, en general, a la social, incluso a la de producción, ya que cumple un papel singular en la lucha contra la erosión y el control de riesgos. La masa vegetal es capaz de mantener por adherencia gran cantidad de agua y, si no existe, el agua se desliza rápida, arrastrando materiales y puede anegar valles, destrozar cultivos, provocar daños a la comunidad piscícola, a las vías de comunicación, al hombre, y terminar en el mar o, lo que es peor, aterrando los embalses, que sí es verdad que hay alguno al 10% de su capacidad, también lo es que otros, en poco tiempo, ni siquiera tendrán esa cabida útil. 

Para respetar y mantener este espacio conviene empezar desde pequeños y para eso deberíamos contar a los niños, como antes, cuentos que se desarrollen en bosques de hadas, en ríos cantarines, y alguno menos en naves espaciales o en territorios calcinados por la guerra, con entes todopoderosos que destruyen con solo extender el brazo. Hacerles oír además de "hoy no me puedo levantar, el fin de semana lo pasé fatal", o el "zon zon" del "bacalao", alguna musiquilla que estimule su sensibilidad hacia la Naturaleza. Enseñarles el placer de dibujar un frondoso castaño, un potente roble o un campo de amapolas, además de los consabidos robots, guerreros, etc. Y llevarles a pasear, además de la vista por el ordenador, por el campo, por el paisaje. 

Después, de mayorcitos, les haremos ver que si van de excursión, es más satisfactorio llevarse un bocadillo de queso y unas almendras, que una parrillada de chuletas; y menos agresivo y más placentero escuchar, desde el silencio, el cantar del viento o de una cascada, que el bramido de una moto, ladera arriba. ¿Se da cuenta el lector de la cantidad de paisaje desaparecido o transformado o degradado en los últimos tiempos?
Y es que el paisaje parece como ese aire que nos rodea, que no nos va a faltar pero, el de calidad, sí.

Ahora es otra cosa, ahora se nos queman todos los bosques. Los quemamos, y los ribazos, los sotos y lo que caiga.
No entraré aquí en la pérdida de vidas, que en realidad es lo único importante, en los daños económicos, ni siquiera en los ecológicos ya muy comentados. Quiera resaltar una pérdida que a muchos pasará desapercibida: la destrucción del paisaje. 

El paisaje que además de constituir el trasfondo, el escenario de nuestra vida, es goce estético. Un placer visual y del olfato y del oído, todos los sentidos perciben el paisaje, que quizá echemos en falta cuando decidamos levantar la vista de las “pantallas”. Claro que para el goce del paisaje no son suficientes los ojos que ven e incluso miran, hace falta la conciencia para contemplar, y eso es casi cultura.

¿Ha visto el lector un paisaje quemado? ¿Se ha parado a contemplarlo? No verá, ni oirá, ni olerá, ni pisará y si lo hace más le valiera no hacerlo.

Si ciertas alteraciones, cambios o deterioros del paisaje pueden detraer su calidad, el incendio lo destruye de una forma irreversible, puede decirse que cambia su signo y cuanto más valioso era más desolador es el resultado. Y no sólo se pierde la estética de todos los valores que resume, se destruye su valor testimonial, pues cada rincón del paisaje es un archivo de la historia y evolución del medio.

 Es verdad que en otros tiempos también se han arrasado campos, se han cortado bosques para carbón, para la industria, para cultivar algo, cuando el hambre, pero era todo paulatino, lento, quito este pongo lo otro. El hombre se incorporaba a la evolución, no era su enemigo. También es verdad que hay mucho paisaje, todo es paisaje, pero algunos son singulares, irrepetibles y el de todos los días, ese que nos rodea y en el que nos reconocemos o encontramos nuestra infancia tiene cada vez menos calidad; el otro, el recóndito nos cae un poco lejos y ha de quedarse para las ocasiones, aunque también llegaremos a él, todo es cuestión de tiempo, porque ya sabemos del poco aprecio por lo que no cuesta.

Yo me decía hace tiempo: bueno, no dramaticemos sobre el lobo-mercado feroz, porque el paisaje aún puede ser nuestro recurso más abundante, el menos explotado; y la gente, tanto la de dentro como la de fuera, ya demanda calidad en su entorno y además en su ocio. El paisaje puede ser una potencial mercancía a vender con bajo coste para nosotros (consumir paisaje no supone deterioro ni destrucción de nada, es como oír la radio) y puede ayudar a estructurar un turismo rural que es la única perspectiva de muchas de nuestras comarcas.

El Convenio Europeo del Paisaje, que entró en vigor el 1 de marzo de 2004, ya aboga por la protección, gestión y ordenación de los paisajes europeos, pero va muy lenta su aplicación.

Porque, además, el paisaje es un recurso socioeconómico ligado a su calidad y singularidad, y el agricultor, al margen de las decisiones de los ministros europeos del ramo debe diversificar sus rentas. Algunos hombres del campo ya han comprendido que su futuro depende, en parte, de Ia conservación y manejo de su paisaje, bien tan útil y escaso (en calidad) como el agua clara, el aire limpio, las playas acogedoras, etc. A otros muchos, a los que viven de todo eso que la Comunidad no quiere, habrá que decírselo. 

Generalmente, podría decir siempre, calidad de paisaje indica calidad ambiental y ésta se revela como un importante recurso monetario del futuro, dinamizador de ciertas economías. Ubicación de viviendas, empresas o industrias punteras no buscan únicamente lugares accesibles, ni proximidad a materias primas, ni siquiera bajos costes si no, y sobre todo, calidad del medio ambiente, calidad del paisaje.

El aprecio por el paisaje puede ser síntoma de madurez, de que vamos adelantando en entender lo que es calidad de vida, y a ello nos ayudaría mucho la consideración de que para disfrutar del paisaje no hace falta ser dueño de la "parcela". Ya lo dijo el poeta: "Cleón" posee ciertamente fanegas, pero el paisaje es mío". Y la emoción también, no es cosa de despilfarrarlos.

Y, finalmente, habrá que convencer a los propietarios y conseguir de la administración que, en lugar de una ínfima parte de las rentas directas, les van a llegar otras por el mero hecho de mantener el bosque. Si se amenaza con "el que contamina paga" ¿por qué no se promete "el que conserva cobra" y, por tanto, una rentabilidad inducida por la simple existencia del monte?  Ello no significa "no hacer nada", sino una exigencia de buen manejo. Esto, en vez de inquietar a los gobiernos, puede ser una oportunidad, un grano más para el bolsillo de los que deben quedar en el agro para que pueda haber ese imprescindible equilibrio territorial, del que tanto se habla: El hombre rural guardián de la naturaleza.
Si se quiere algo menos altruista ¿por qué no menos aerogeneradores, que también agreden el bosque, y más biomasa, que lo limpia? Y pesar de tanto ambiente nos olvidamos que el monte es un perfecto organismo-empresa sostenible “de la cuna a la tumba”, que se dice, y lo aprovechamos poco o nada. Si tuviésemos la voluntad y valentía de progresar en eso que se llama la “energía de la biomasa” y que está dormidita en sus inicios, cuánto ganaríamos, nosotros y el monte.

Quizá así evitemos que mucha gente vea el bosque como algo hostil, de lo que hay que huir, o algo inútil que hay que quemar.

Y ya es hora de que lo sepamos: el bosque no existe porque sí, es preciso un decidido propósito de conservarlo, incluso por parte de "los que no podemos hacer nada", porque sea de quien sea la culpa, a todos nos debería avergonzar lo que está pasando.

Sería triste que a los pobladores de este principio de siglo, con tantas hazañas a nuestras espaldas, nos tuviesen que recordar como “los quemadores del bosque”.

PD: ¿y si encargásemos de su cuidado y custodia a los que saben del monte?
Teresa Villarino Valdivielso
Dr. Ingeniero de Montes
Miembro de Comité de Medio Ambiente y Desarrollo Sostenible
Instituto de Ingeniería de España

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Comentarios: 6
  • #1

    Pedro (martes, 04 septiembre 2012 09:48)

    No puedo estar más de acuerdo.

    Mis felicitaciones a la doctora.

    Saludos desde Ecuador.

  • #2

    J.E.V. (martes, 04 septiembre 2012 10:06)

    Lo mismo digo

  • #3

    María (martes, 04 septiembre 2012 11:04)

    Ojalá a nuestros representantes les llegara este mensaje. Difícilmente quedarían indiferentes a la sensibilidad de la autora.

  • #4

    Alejandro (miércoles, 05 septiembre 2012 09:53)

    Lo de los incendios este verano está siendo una auténtica catástrofe. Lo peor es que parece que la mayoría son intencionados...

  • #5

    Casilda (jueves, 06 septiembre 2012 13:22)

    Como he oído esta mañana en el autobús "a los que provocan los incendios habria que quemarles a lo bonzo". Lo más, dicho por una entrañable ancianita.

  • #6

    JEV (jueves, 06 septiembre 2012 13:58)

    Claro, así nos va. Entre mafias, no pirómanos locos -que son los menos-, sino mafias de intereses; desaparición de la carga ganadera de nuestros bosques; dejadez en su conservación; burócratas a los que les dan igual los bosques que nada y empresas contratadas, y/o algún empleado, como ya se ha demostrado existen, para combatirlos que queman los bosques para tener trabajo, así nos va. ¿Por qué los parados aptos para ello no trabajan en la limpieza de los bosques?