Al hilo de un programa televisivo, creo que en la 2 -estas cosas sólo se suelen dar en este canal-, me surge el post de esta semana. Se refería el programa a un hecho interesante que se está llevando a cabo en el Monasterio Cisterciense de Poblet en Tarragona, a iniciativa de un joven prior y físico –los priores dirigen la intendencia cotidiana del monasterio, a diferencia de los abades que dirigen la espiritualidad de los monjes- que ha salido ecologista.
De vuelta a lo natural: la experiencia de Poblet
La congregación cisterciense hizo una declaración en el año 2009 a favor de favorecer el respeto al agua y la tierra, y apostó por una "progresiva substitución de los combustibles fósiles y contaminantes por otros limpios y renovables, como la energía solar, la eólica y la geotermia. Los cuatro monasterios cistercienses estamos intentado recuperar una plena integración en la naturaleza en la medida de sus posibilidades. Ésta es premisa con que se enfocan nuestras acciones en materia de energía, uso del agua, agricultura y residuos" dice el monje, físico y teólogo. "Queremos vivir inmersos en armonía, y por eso reducir nuestra huella ambiental con el entorno es clave".Todo en el monasterio vuelve a lo natural: la huerta se explota de nuevo, después de siglos, bajo estándares de la agricultura ecológica, donde el abono que se usa es reciclado de todos los residuos orgánicos del recinto monacal. Se recogen las olivas, las nueces y los árboles frutales; se cultiva un huerto de 850 m2, y se incrementa el consumo de productos procedentes de empresas y granjas próximas que practican la agricultura y la ganadería ecológica.
“El monasterio ha reducido un 50% sus consumos de energía en sólo tres años, gracias a un plan de eliminación de las ocho calderas de fuel oil que contaminaban el lugar con espesos humos y
sus malos olores. Ahora sólo quedan dos. La necesidad de ahorrar energía es más que comprensible, pues se debe calentar 12.000 metros cuadrados de espaciosas estancias con techos altos. Todo esto
se ha concretado en la construcción de una moderna cubierta solar fotovoltaica en el techo del Palau de l'Abat (20 MW), que produce 25.000 kWh al año.
Otrosí, “el monasterio desarrolla un proyecto para calentar otra parte de recinto mediante una planta de biomasa que quema restos forestales, leña y demás (cáscaras, piñones...). En este caso, la
tecnología usada (pirólisis, poca presencia de oxígeno) permite evitar la generación de cenizas, y se obtienen unos restos que incorporan CO2, con lo cual se evitan las emisiones que
calientan la atmósfera, explica. "No sólo tenemos así un balance neutro de emisiones sino negativo, porque el CO2 queda carbonizado", explica el monje físico”.
Pero, esto no es todo. Captadores solares para calentar agua caliente sanitaria en cuatro casas del complejo arquitectónico; farolas fotovoltaicas LED situadas en los accesos del monasterio, la
entrada del Palau de l´Abat y junto a la hospedería; en proyecto instalar pequeños molinos eólicos, camuflados en la granja o en las torres; se ha reducido un 80% el gasto de agua identificando
las fugas de los depósitos y la reparación de la red de suministro; se han sustituido los detergentes convencionales por otros ecológicos para reducir la carga contaminante de los caudales y
difusores de grifos y duchas ecológicas que ahorran el 65% de agua, en el monasterio y en la hostería. (1)
Lo ecológico, en los genes monacales
Esto es así, porque, evidentemente, los monasterios y el cuidado del medio ambiente han ido de la mano a lo largo de su larga y dilatada historia. Han ido de la mano, en una doble dimensión. Respecto de los entornos en que se localizan y en sus propios recintos interiores.
Sabido de todos es que los monasterios se localizaban, a media o baja ladera de solana, con la orientación apropiada para que los rigores de la invernada fueran menos, a la vez que pudieran disponer de alimento para la comunidad, extraídos de las huertas, inseparables de todos y cada uno de los monasterios, grandes o pequeños. Un ejemplo paradigmático de lo que digo es la Ribeira Sacra gallega, que cuenta con un sin fin de antiguos cenobios monásticos repartidos por las laderas de los cañones que forman, antes, y después de encontrarse el río Miño y su afluente (?) el Sil. Allí se especializaron en una explotación de ricos caldos vinícolas, cuyas cepas colonizaron las laderas, haciendo que la recogida de la cosecha fuese siempre un difícil ejercicio de equilibrio.
Los monjes no hacían estas cosas porque tuviesen una conciencia ecológica, que la tenían, sino porque sus conocimientos y su experiencia así se lo dictaban. Lo hacían por pura eficacia y
eficiencia, que se derivan también de sus principios religiosos y vitales. Les venía marcado en su propios genes colectivos, a través del conocido lema del "Ora et labora". Tenían delante de sí
muchas horas que dedicar al rezo y los cánticos, amén de otros trabajos -reparaciones, encuadernación, miniaturismo, etc., y por tanto, necesitaban ser eficientes en sus explotaciones agrarias,
aunque contaran con familias anexas que les ayudaban en estos menesteres. De su huerto y su trabajo eran capaces de sacar un sin fin de productos: el primero, el vino y los licores de todo tipo
derivados, la repostería que nutría las casas de nobles y la realeza, una variada producción hortícola y frutícola, según la localización, que salvo su escaso autoconsumo, estaba dedicada a la
comercialización con la que financiar el mantenimiento de sus grandes instalaciones, la creación de nuevos monasterios en otras latitudes, y sus contribuciones de índole caritativa.
En el ámbito interno, pues es algo parecido. Otro círculo concéntrico respecto del anterior externo. Los monasterios se asemejan a sistemas bastante cerrados, sólo volcados sobre sí mismos, pero
no lo son. En efecto, entre ellos -los monjes- no hablan, salvo en ocasiones, pero se entienden a la perfección. Se aíslan del mundo, pero siguen atentos a sus avatares -palabra que está ahora de
moda- con el rabillo del ojo izquierdo o derecho, según los tiempos. Sus preocupaciones no son de este mundo, pero rezan por este mundo y por los mundanos de este mundo. Tienen, o tuvieron, sus
orígenes en privilegios reales y a la postre acogían a mendigos, peregrinos y siervos de la gleba para darles trabajo y sustento. Y así sucesivamente.
El monacato, testigo y reserva de los valores religiosos y medioambientales amenazados
El monacato, comparte la preocupación para con el medio ambiente, como pueda hacerlo la sociedad civil, las instituciones especializadas, los ecologistas, etc., de una manera, si se quiere, más sutil, no declarada, pero por ello, no menos comprometida. Porque su estilo de vida, que surge, como ya dijimos, de sus propios genes monacales, lleva la impronta del respeto por las personas -la visión cristiana del prójimo- los animales -San Francisco y la hermana Clara dixerunt- y la naturaleza -Fructuoso, otra vez Francisco, etc-. Compatibilizan, sintetizan bien lo de hacer el menor daño posible a todo lo propio o ajeno.
Lo malo de esto, es que los centros monásticos, son hoy día oasis en medio de la vorágine de la civilización actual y su ámbito de influencia, excluido lo benefactor hacia personas concretas que se acercan a ellos para alcanzar un mayor bienestar espiritual, suele ser reducido, muy pequeño.Eso sí, quedan como testigos relictos de unas reglas de comportamiento, en este caso, medioambientales, que ya quisiéramos los que vivimos extramuros de sus monasterios y que, en todo caso, frente a tanta destrucción de valores, pueden quedar para ejemplo de nuestros hijos y nietos. Eso sí, siempre que puedan subsistir a una plaga mortal que les amenaza hace tiempo, llamada envejecimiento de su demografía. Sólo el rescate de los valores, no ya solamente religiosos, sino humanísticos, artísticos, éticos y medioambientales que han llevado a la práctica y transmitido por los siglos de los siglos, pueden volver a llenar las salas capitulares y los refectorios de jóvenes monjas y monjes, que sigan laboreando laderas de viñedos y cantando a Dios ocho veces al día.
(1) Con información del artº “El monasterio de Poblet generaliza el uso de la energía solar”. Antonio Cerrillo. LA VANGUARDIA.COM. 23/01/2012.
Por: José Enrique Villarino. Economista y consultor, especialista en Transporte, y miembro del Foro del Transporte y el Ferrocarril (FTF).
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Miguel (viernes, 28 diciembre 2012 20:33)
Es curioso pues hace poco estuvimos visitando un antiguo monasterio en madrid de cara a una posible implanatción de un espacio ambiental, en el que se planteaba desde la producción a partir de huertos, hasta el aprovechamiento de aguas, energías renovables y residuos en el propio lugar, y en la visita al Monasterio nos encontramos con que todo eso ya existía: un aljibe en el centro del claustro, un antiguo lagar para la autoproducción de vino, huertos de los antiguos monjes.
Creo que de lo más interesante es precisamente cómo el hecho de ser comunidades semicerradas, es decir, la propia necesidad, les hacía valorar y valorizar los recursos que estaban a su alcance. La libertad sin los límites no tiene sentiudo, dijo alguien. Es cierto, cuando lo tenemos todo, lo podemos hacer todo, seguramente no hagamos nada o algo con muy poco sentido. En nuestra sociedad en que todo lo básico nos es suministrado por unos cauces del propio sistema, no valoramos nada y todo derrochamos.
José Enrique (domingo, 30 diciembre 2012 22:20)
Pues, de acuerdo en todo, Miguel. Efectivamente, ya no valoramos casi nada y todo lo derrochamos. Lamentablemente hemos confundido valor con precio, cosa que nos enseñaban a distinguir en la primera clase de economía. Las sociedades funcionan con los precios que todo lo deciden y todo lo condicionan. Sino, véase la crisis actual, mientras hemos postergado los valores al baúl de los recuerdos. Consecuencia, corrupción a todas horas, robos, guerras, etc. Sin volver a una sociedad de valores, no se solucionará nada.